Cuando la ciudad abre suspiernas, a eso de las ocho de la noche, los rostros de la gente se confunden yda lo mismo cargar morral que cartera. A esa hora sale Zafiro de la posada enla que pagaba cinco mil pesos la noche, con tacones torcidos y tobillosirritados, comienza su horario de trabajo. A ciento cincuenta cuadras de allí,un hombre de cuarenta años, padre de familia y trabajador responsable deja sucigarrillo aplastado contra el cristal del cenicero y enciende la camioneta,según él es una reunión imprevista de la empresa.
Quince minutos más tarde mientrasOctavio, el cuarentón, compra una botella de aguardiente en una tienda de paso,Zafiro se encuentra con sus compañeras de cuadra y hace los mismos chistes dela noche anterior, esta vez yo quiero un negro o tal vez una mujer. Están todasenguayabadas pero bien maquilladas. Argenta se ha sacado más las tetas estanoche pues no le ha ido muy bien; Naná dice que probará suerte cuatro cuadrasmás hacia los cerros, a ver si de pronto vuelve a ver al papasote del abogado; La Rea propone tema deconversación recomendando el popper como lo mejor para la dilatación. Las tresque se quedan en esa esquina no extrañan las piedras ni los semáforos, es el acostumbradomirar de un lado a otro como si la calle fuese a cambiar de repente.
Son las ocho y media, Octavionota que los faroles son siempre el mismo, sus manos están pegadas al volante yve entre luces y cuero cómo la gente juega a que no lo nota. Hay un cura quecierra su parroquia para no mirar a la avenida, eso hace la vendedora de dulcesque concentra su atención en sus productos. Sólo las muchachas y muchachostransformados que se paran en los andenes de la ciudad permisiva son capaces deverse la cara reflejada en los espejos de carros que los ignoran. Octavio losabe, por eso disminuye la velocidad.
Zafiro es una de esas muchachas.Seduce con sus cabellos largos y brillantes, pegados a la piel por arte de gely agua, o tal vez gelatina sin sabor. Hay escarcha bajo sus ojos y tambiénalrededor de sus pezones. Ella es diosa en su terreno, adorada por los caídosde manos grises y zapatos cansados. Esas ropas de cuero y seda maltrecha sonadorno que confunde a los ingenuos. El Monte de Venus se esconde bajo una faldade jeans amputados, un poco rasurado pero no por completo; sin maleza no hayplacer, decía su padre. Sus tratos son honestos, de los cuales destaca unosolo, el único cliente al que adora porque sabe olerla y desnudarla.
Ahí viene, dice a sus compañerasal ver que en la esquina se asoma una camioneta. Octavio ha llegado por fin, senota en sus ojos que ha bebido, frena en seco justo en frente y saluda a lasmuchachas con confianza, ellas saben de su pecado y no lo juzgan por eso.Zafiro salta contenta pues Octavio le muestra un regalo. Rodea el vehículo yentra para besarlo en la boca. Hola papá. Él, un poco molesto le reclama. Ya tedije que no me gusta que me llames así, dime Rodrigo.
ILUSTRACIÓN: COPRÓLALO
TEXTO: COPRÓLALO
